Muchos son los daños económicos colaterales que está dejando a su paso el COVID-19. Muchas las empresas que están asistiendo impotentes a una disminución progresiva de su patrimonio. La paralización de ciertas actividades económicas mientras determinados gastos fijos no perdonan ha obligado a varias empresas a aplicar ERTEs y renegociar deudas con el fin de sobrevivir, por lo menos, en el corto plazo. A ello debe sumarse que, cuando esta pesadilla acabe, la actividad económica probablemente no volverá al ritmo anterior, bien por los miedos (sanitarios o económicos) instalados ya en la mente del consumidor, o bien por su menor poder adquisitivo. No son pocas las voces que apuntan que la recuperación no comenzará hasta 2021.

En este escenario, el Gobierno ha aprobado una serie de medidas urgentes en materia concursal, cuyo propósito es facilitar a las empresas golpeadas por el confinamiento un tiempo de oxígeno, un período de gracia, para que puedan evitar el concurso de acreedores y reconducir su situación de insolvencia. Entre ellas, interesan especialmente tres:

1) se exime a la empresa insolvente de la obligación de presentar solicitud de concurso voluntario hasta 2021;

2) como contrapartida de lo anterior, no se tramitarán concursos necesarios (los instados por los acreedores) durante este año 2020;

3), por último, a efectos de la apreciación de la causa de disolución necesaria de la sociedad (cuando el patrimonio neto sea inferior a la mitad del capital social), no se tendrán en cuenta las pérdidas sufridas en el ejercicio 2020.

Estas medidas están dirigidas a la evitación de concursos de empresas cuyos ingresos se han reducido drásticamente por el COVID-19 pero que, en condiciones normales, serían viables, y se espera que lo sean cuando se reanude el tráfico económico.

Precisamente ese fomento de la negociación previa al concurso ha inspirado en parte la reciente promulgación, el pasado 5 de mayo, del Texto Refundido de la Ley Concursal, que dedica todo su Libro Segundo al llamado derecho preconcursal, con una regulación mucho más detallada que la contenida en la todavía vigente (hasta septiembre de 2020) Ley Concursal de 2003. Este fomento de los mecanismos preconcursales de reestructuración de deuda y evitación del concurso viene inspirado en la Directiva (UE) 2019/1023, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 20 de junio de 2019, todavía pendiente de transposición en España.

Ahora bien, las medidas adoptadas temporalmente y ante la grave coyuntura actual dan aire a corto plazo, pero no eximen al empresario de su deber de diligencia (art. 225.1 TRLSC). Deber que, en estos momentos, se concreta en la evitación de la insolvencia o de la agravación de ésta. Que el deudor insolvente no tenga la obligación de presentar concurso voluntario no significa que no esté en situación de insolvencia (pues la realidad es que no puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles, según definición de insolvencia de la propia Ley Concursal). Y ello implica que el comportamiento de un empresario insolvente en la situación actual debe ser exquisito desde el momento en que es consciente de dicha insolvencia.

En caso contrario, la responsabilidad del administrador podría no agotarse en la declaración de culpabilidad en un eventual –inevitable- concurso futuro (con la consiguiente responsabilidad personal). También podría incurrir en responsabilidad penal.

El Código Penal (art. 259) castiga con penas de prisión de 1 a 4 años al deudor que cause o agrave su insolvencia, mediante la realización de una serie de conductas (ocultación de bienes, actos de disposición injustificados, ventas a pérdida, simulación de créditos, participación injustificada en negocios especulativos, incumplimientos de deberes contables, destrucción de documentos para impedir la valoración de la situación económica de la empresa…) Asimismo, el artículo 260 castiga al deudor que, encontrándose en situación de insolvencia actual o inminente, favorezca ilícitamente a un acreedor en perjuicio de otros.

En tiempos de crisis, puede resultar muy tentador para un administrador dar por hundida la empresa e intentar salvar su patrimonio personal para “volver a empezar”. Pero si ello se hace obviando los derechos de crédito de los acreedores, puede ser constitutivo de un delito de insolvencia punible.

También podría un administrador pecar de exceso de optimismo y pensar que “esta crisis la vamos a superar”, o que “todo volverá a la normalidad”. Pero si, como consecuencia de ese optimismo, el administrador que se encuentra en situación de insolvencia realiza operaciones que ponen en riesgo el patrimonio societario (y, con él, el de sus acreedores), también corre el riesgo de acabar denunciado por un delito de insolvencia punible. Pues este delito puede cometerse por imprudencia (art. 259.3 CP).

El Estado ha dado a los empresarios una segunda oportunidad, hasta 2021, para intentar remontar sus empresas (mediante acciones comerciales, acceso al crédito o ayudas públicas, renegociación de deuda, etc.) Pero, ampliando este plazo, está también poniendo a prueba la diligencia del buen empresario ante una situación de insolvencia. Habrá que ser muy prudentes a la hora de gestionar esta arma de doble filo.

Luis Enrique Granados lgranados@molins.eu

Abogado penalista de Molins Defensa Penal

www.molins.eu

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