Apenas escrutados los votos en el referéndum británico acerca de la permanencia o salida de la UE, continúan las repercusiones económicas negativas derivadas del resultado de las urnas. Desplome de la libra esterlina y de las bolsas mundiales; suspensión de planes de inversión en el Reino Unido; reducción significativa del consumo ante las incertidumbres de liderazgo político y dirección futura de su economía; indicios de recesión autoinfligida. En fin, nada que no hubiera sido advertido por quienes abogaban por continuar en la UE y se oponían al Brexit.

Tampoco es que los partidarios de la permanencia se hayan esmerado en transmitir ningún afecto particular hacia la UE. Tal y como ha señalado el comentarista Timothy Garton Ash, ello se debe a la erosión acumulada tras décadas en las que se ha permitido a la poderosa prensa euroescéptica británica echar la culpa de todos los males de Albion a Bruselas y a su pérfida burocracia, sin que políticos con liderazgo desplegaran la pedagogía y autoridad necesarias para disipar dicha bruma de maledicencias y ensalzar los beneficios de ser miembros de la UE. Calumnia, que algo queda.

Y sin embargo, existen datos y lecciones esperanzadoras. Tres cuartas partes de los votantes jóvenes de entre los 18 y 24 años (y el 56% de los comprendidos entre los 25 y 49 años) lo hicieron a favor de permanecer en la UE. Se podría hablar, por tanto, de un filicidio colectivo cometido por los mayores de 50 años ingleses y galeses, sociedades avejentadas por la mayor expectativa de vida y la baja tasa de natalidad (rasgo común a otros países europeos), donde los temores de la gente mayor ante los vertiginosos cambios que conllevan la globalización y los avances tecnológicos han arrasado con las esperanzas de progreso de su juventud. Gente mayor y prematuramente desmemoriada que, olvidándose de que las grandes guerras del Siglo XX y la paz europea posterior se ganaron con el auxilio mutuo de naciones diversas, da por hecho (¡qué menos!) de que disfrutarán a lo largo de sus vidas de las coberturas y protecciones del estado de bienestar, a costa de sacrificar el futuro de sus jóvenes que tendrán que financiar las pensiones de su creciente número de jubilados. Y todo ello, supuestamente sin inmigración.

Así mismo, otro porcentaje elevado (71%) de entre quienes tenían estudios superiores votaron también a favor de la permanencia. Son generaciones que además de haber cultivado sus conocimientos, muchos habrán disfrutado de los programas de intercambio académico con otros estudiantes europeos y comprobado de primera mano los beneficios de un mayor conocimiento y mejor comprensión de la riqueza y diversidad culturales de los pueblos de Europa, facilitado por acciones específicas puestas en marcha por la UE (Erasmus y similares).

Esta idea de una mayor educación la conjugo con las deliberaciones del último encuentro anual del Foro Mundial Económico celebrado a finales de enero en la ciudad suiza de Davos, evento al que acuden importantes líderes internacionales del mundo de la empresa, la política y el pensamiento, así como artistas de la farándula internacional. El hilo conductor del encuentro ha sido la Cuarta Revolución Industrial y cómo responder a sus retos y oportunidades, en particular a dos riesgos: por un lado, la posible destrucción neta de empleos como resultado de la automatización y robotización crecientes; y, por otro, el riesgo del posible incremento de la desigualdad económica en nuestras sociedades, ahondándose la brecha entre quienes tienen alta cualificación y remuneración frente a quienes disponen de baja cualificación y retribución, así como una percepción creciente de desamparo y caída en la pobreza de franjas de las clases medias.En vez de quedarnos atenazados ante la enormidad de los retos expuestos y extrayendo lecciones del referéndum británico, me atrevo a apuntar una solución que, sin ser única ni excluyente, sí que está en nuestras manos: la Educación.

Colectivamente, la prosperidad de una sociedad se consigue y consolida con una apuesta económica decidida y sostenida en el tiempo en programas de educación y de fomento de la I+D y la innovación académica y empresarial. Diversos estudios económicos confirman que los efectos multiplicadores para la creación de riqueza colectiva de la inversión pública sostenida en educación e I+D+i son más importantes que otros gastos sociales u otras partidas de los presupuestos públicos. No hay atajos ni crisis económicas que justifiquen su reducción. Nelson Mandela predicaba que "la educación es el arma más potente de la que se dispone para cambiar el mundo". Tenemos que ser exigentes con nuestros gobernantes en esta materia.

Pero es a título individual y en el seno de cada una de nuestras familias en donde no se puede bajar la guardia, donde tenemos que combatir la autocomplacencia que nos lleva a olvidar que la responsabilidad de la educación y aprendizaje de nuestros hijos recae en nuestra esfera de control: inicialmente en los progenitores y según van creciendo y adquiriendo responsabilidad, en los propios jóvenes. La educación tiene dos vertientes indispensables y complementarias: el aprendizaje de conocimientos, que en la infancia y en la juventud se adquieren en las aulas y en la edad adulta tiene que devenir una actitud individual, gozosa y permanente. Y la transmisión y educación en valores (estudio, esfuerzo, perseverancia y resiliencia), que corresponde fundamental e intransferiblemente a los padres y su desarrollo y puesta en práctica a los interesados (los jóvenes). Aquí tampoco hay atajos ni cabe echarle la culpa al empedrado. En materia de educación y aprendizaje, el principal responsable de nuestros éxitos o fracasos lo tenemos frente al espejo.

Aristóteles ya apuntaba que la educación era la mejor provisión para la vejez. Parafraseando al actor George Clooney haciendo las loas a un producto ideado en Suiza y de proyección internacional, la solución puede venir de fomentar el gusto, individual y colectivo, por el aprendizaje a lo largo de la vida. Educación. ¿Qué, si no?

Por Jokin Azurza.

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